El cancerbero del mes de abril

Una tarde, ya no sé si de sol o de nubes, oí el peor sonido que uno puede oír: el sonido de la muerte de un hermano. Un hermano que no es humano, pero no por eso menos hermano. Un hermano de cuatro patas, uno que que es todo, menos mascota.


El sonido, que cada tanto vuelve a mis oídos, es el de su estructura chocada de frente por un Corsa. ¿O era un Clio? Podría haber sido un Ford Ka. El tiempo transformó esa certeza en duda. Sí estoy seguro de su color: turquesa. Original para un auto asesino, cuando el cliché dicta que la muerte viste siempre de negro. Aunque quizás, con los meses y los años también ésa imagen cromática se vuelva daltónica en mi memoria. Tampoco sé el sexo de la persona que atropelló y huyó a tan alta velocidad.


Me imagino encontrándome con él, o ella. Imagino mis ojos iguales a como estaban aquél día: llenos de lágrimas; y el odio burbujeando mi sangre. Me divertiría rompiéndole una pierna de un mazazo. Abriéndole después el cráneo de un hachazo feroz para tratar de dilucidar cómo funciona esa mente podrida, desalmada y fría cual témpano.


Y mi risa retumbaría en las cuatro paredes de ése galpón alejado de la ciudad que elegiría para vengarme, hasta volver a sus oídos para que fuera ése el sonido que anuncie su muerte. El sonido de mi risa lo hará entender, igual que a mí el de su fugaz impacto de comienzos de abril, que la muerte ha llegado en su forma más cínica y más cruel. Estará ahí. Ya está ahí, sobre su cuerpo torturado, y así se cierra, se cierra, lo abraza, lo contiene, le seca las lágrimas y se lo lleva. Lo rescata de mi infierno para llevarlo al suyo. Uno en el que quién le abre la reja es un perro, un hermano, un espectro blanco con manchas marrones y alma de cachorro que exhibe una sonrisa que no es de alegría, no. Es una sonrisa que se parece bastante a la mía.

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