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La Frontera

La noche los fue envolviendo con su luna color de plata. Estaba todo el pueblo en el bar del cabezón Acuña. Y cuando digo todo, es TODO. Tampoco es que fueran muchos en ese pueblo. 150 personas más o menos. No sé si se le puede decir pueblo, pero a falta de una palabra mejor… Estaba todo el pueblo. Reunido en el bar un sábado a la noche. Tocaban ellos, que nunca habían ido a ese lugar olvidado rodeado de tierra y pedregullo. Las mesas rebosaban de vino y empanadas. El escenario estaba limpio después de mucho sin ser usado. Y arriba de él, el cuarteto fue aplaudido al tomar su lugar. Le cantaron al recuerdo salteño y a la guitarra de medianoche. Al comienzo de la tercera canción, algo comenzó a cambiar. Sonó la guitarra, se incorporaron el bombo y las otras dos y Gerardo tomó la posta: Don Peñaloza nació en La Rioja desde mocito con su lanza iba a pelear. El Gordo Upite, que tomaba vino como si fuera agua, sentado con su grupo de amigos sintió lo que creyó era sudor frío reco

Penumbras

Velázquez se afirma en el marco del portón flexionando la pierna mala y prende un pucho. Exhala el humo cerrando los ojos, como si a través de él se le fuera la vida. Siente cómo se le relajan la espalda y los hombros. Abre los párpados y las mira a ellas al otro lado de la calle. Calcula que son cientos, pero no le extrañaría que fueran miles. La imagen es memorable: chicas, adultas, ancianas, cantando (bueno gritando), con sus caras hinchadas por el llanto y el verano, formando una masa desesperada que sumerge a Banfield en un luto que parece interminable. Velázquez sabe que todo esto juega a su favor y sonríe. Ve acercarse a Rondón doblando la esquina. -¿Estamos? -Todavía no. Esto recién arranca. Fumate un pucho tranquilo. -¿La pierna? -Como el orto. -Es la humedad. Te va matar. -Veremos. -Qué quilombo. Tuve que dejar el auto como a 15 cuadras. Me cagué de calor. -Y bueno, ¿Qué querés? ¿Los fierros? -En el baúl. -Bien. La multitud termina Querida y empieza Trig

El cancerbero del mes de abril

Una tarde, ya no sé si de sol o de nubes, oí el peor sonido que uno puede oír: el sonido de la muerte de un hermano. Un hermano que no es humano, pero no por eso menos hermano. Un hermano de cuatro patas, uno que que es todo, menos mascota. El sonido, que cada tanto vuelve a mis oídos, es el de su estructura chocada de frente por un Corsa. ¿O era un Clio? Podría haber sido un Ford Ka. El tiempo transformó esa certeza en duda. Sí estoy seguro de su color: turquesa. Original para un auto asesino, cuando el cliché dicta que la muerte viste siempre de negro. Aunque quizás, con los meses y los años también ésa imagen cromática se vuelva daltónica en mi memoria. Tampoco sé el sexo de la persona que atropelló y huyó a tan alta velocidad. Me imagino encontrándome con él, o ella. Imagino mis ojos iguales a como estaban aquél día: llenos de lágrimas; y el odio burbujeando mi sangre. Me divertiría rompiéndole una pierna de un mazazo. Abriéndole después el cráneo de un hachazo feroz para tratar de

Un réquiem errante

Desde mi posición veo una excavadora desocupada. Suena el rock de un pelado al otro lado de la orilla. Después una cumbia lejana, borrosa, negada por el viento, que alguien me ayuda a reconocer. Recorro incontables cuadras en la playa. El pie se me hunde en la arena. Me veo a mí mismo, 15 años más joven, entrando en el agua helada con desparpajo. En aquel momento le habría dicho cobarde a quien se hubiera quedado ahí, lidiando con el ventarrón, como yo ahora. Viajo fuera de mí hacia una época inconsciente, más limpia. Quisiera aprender a manejar un barco fantasma. Pienso en la muerte; en lo bien planificada que está por mi familia. Escucho otra voz, cristalina, de mujer. Viene del muelle, de lo hondo. Me sopla suavemente los párpados a mayor intensidad con cada soplido, y me siento una de esas matracas mal hechas, deshilachadas en el aire al cabo de la segunda vuelta. Ya entero lo contemplo todo convertido en un faro. Ilumino lo que me interesa con la mirada. Imagino cómo se mu

El maizal

Despierto. Siento con mis yemas la rugosidad del suelo. Su humedad. Su mugre. Trato de rasgar la cuerda amarrada a mis muñecas, pero su nudo es resistente. Giro sobre mi eje y me choco las paredes. Deduzco que la celda es pequeña. Escucho unas ratas caminar sobre mis pies como si éstos fueran obstáculos. Los roedores, que son cinco, me saltan y siguen su camino. Se va alejando su chillido del alcance de mis oídos. Gotas de agua caen de a una sobre mis hombros. Levanto la cabeza para ver algo, en vano. Pienso en los huecos en donde antes vivían mis ojos, y comienzo a recordar. Estaba corriendo por el maizal. Empapado en mi sudor atravesaba el laberinto de mazorcas. Volteé mi cabeza. Sus cuernos se veían a lo lejos, avanzando al galope, cada vez más cerca. Por cada 10 pasos míos, él daba 3. Había perdido la noción del tiempo. Mis piernas se aflojaron. Decidí recostarme y cubrirme de hojas para confundirme con el ambiente. El ruido de sus patas cesó de pronto. Aminoró el paso, y su resp

Un silencio azul

Wallace. Estamos en Argentina. Que alguien se llame Wallace me parece entre absurdo y payasesco, es como ponerle a un yanqui Atahualpa o Adalberto. Pero lo realmente importante en este relato no es esta ridiculez, sino Alejandra, su mujer. Una cuarentona cautivadoramente peligrosa, ante la cual cualquier hombre (al menos heterosexual) sucumbiría sin medir las consecuencias. La estatura perfecta, ni tan alta ni tan baja; pelo negro como la oscuridad misma; ojos color café; sensual hasta para hacer la más mundana de las acciones cotidianas. Su único defecto era estar casada con el único argentino llamado Wallace. Por todo lo demás parecía la perfección hecha carne. Hasta sus codos parecían los de un ángel y sus orejas despertaban en mí una rara atracción, sobre todo cuando ponía detrás de ellas el pelo que estorbaba delante de su rostro antes de ir a bañarse las mañanas que la encontraban en mi habitación. Sí: Alejandra y yo nos acostábamos. Unas dos o tres veces por semana, sino más c

Ultramar

Estoy en un lugar sin nombre. Todo es salvaje quietud a mi alrededor. El horizonte se presenta como inalcanzable y las nubes como algodón metamórfico adoptando caras que extraño ver a mi lado. Esa amenazante promesa llamada tormenta me desvela, turba mis sentidos y paraliza mis extremidades. Y la botella está vacía. Contemplo en el espejo el paso de los años, mis ojos que antes eran bellos, hoy están marcados por las ojeras, mi pelo oscuro ahora es entrecano; mi memoria, antes infalible, hoy está desafilada. Mi voz, rasposa, como mis talones al ser rozados por la sal marina. Y la botella sigue vacía. Me pregunto dónde estará mi capitán, dónde estarán mis compañeros, a qué horroroso lugar habrán llevado sus gritos y sus lamentos. Qué aguja habrá penetrado sus malgastadas venas. ¿Se acordarán de mí? ¿Recordarán la inmensidad del mar? ¿Acaso tendrán presente el miedo propio de cuando suenan los truenos y brillan los relámpagos? Quizás ahora sea otro el miedo que los inquiete. A lo l