La Frontera

La noche los fue envolviendo con su luna color de plata. Estaba todo el pueblo en el bar del cabezón Acuña. Y cuando digo todo, es TODO. Tampoco es que fueran muchos en ese pueblo. 150 personas más o menos. No sé si se le puede decir pueblo, pero a falta de una palabra mejor… Estaba todo el pueblo. Reunido en el bar un sábado a la noche. Tocaban ellos, que nunca habían ido a ese lugar olvidado rodeado de tierra y pedregullo.

Las mesas rebosaban de vino y empanadas. El escenario estaba limpio después de mucho sin ser usado. Y arriba de él, el cuarteto fue aplaudido al tomar su lugar. Le cantaron al recuerdo salteño y a la guitarra de medianoche.

Al comienzo de la tercera canción, algo comenzó a cambiar. Sonó la guitarra, se incorporaron el bombo y las otras dos y Gerardo tomó la posta:

Don Peñaloza
nació en La Rioja
desde mocito
con su lanza iba a pelear.

El Gordo Upite, que tomaba vino como si fuera agua, sentado con su grupo de amigos sintió lo que creyó era sudor frío recorriendo su nuca. Cuando palpó con las yemas de sus dedos, comprobó que era un escupitajo de esos cargados y de color blanco. Se dio media vuelta y la sonrisa orgullosa de Ramón lo llenó de furia. Ahí nomás sacó el facón y le estaqueó la mano a la mesa. Ramón gritó con todas sus fuerzas mientras la canción seguía:

Chacho, laralairará.
La montonera arisca y brava
lo hizo caudillo aguerrido y montaraz.

Román, el hermano de Ramón, sacó también su puñal y lo hundió en la frente del gordo que cayó de espaldas con los ojos en blanco partiendo la silla que ya estaba débil de haber estado soportando su peso. Sus tres amigos, del gremio de camioneros sacaron sus armas y convirtieron a Román en un queso Mar del Plata. También dispararon a 5 personas que se ubicaban detrás de él. Los que rodeaban la escena se abalanzaron sobre ellos. A uno le aplastaron la cabeza con el pingüino ya vacío. Al segundo lo inmovilizó un rodillazo en la boca del estómago y lo terminó de matar un codazo en la nuez de Adán. El tercero murió ahorcado.
                                                                                                                                                                                  
Tenía el Chacho ojos azules                                  y una mujer que al lado de él                                        peleó a la par.

La esposa del dueño del bar tomó una de las escopetas debajo de la barra y disparó sin ver a quién, y sin entender por qué. El sojero Pereyra, medio ebrio y en el otro extremo del salón, se contagió de la sed de sangre de la mujer, y arrancó a los machetazos. Volaban brazos, piernas y cabezas. El pene de don Eulogio llegó hasta el bombo.

Grito de sangre su brazo alzado
fue emblema de la rebeldía nacional.

Se iba la segunda. Como se iban los que podían llegar con vida a la puerta del bar. Acuña y la mujer se sacaban enemigos de encima como podían. Los Ayala (6 hermanos y el padre) le pegaban a quien se cruzara en su camino con los miembros del descuartizado Pereyra. De la nada se oyó un disparo que agujereó la segunda guitarra.

La plaza de Olta vio su cabeza
enarbolada en una pica militar.
Y lo enterraron, ya sin cuidado,
ronda su estrella en aquel cielo federal.

El Gordo Upite se levantó convertido en zombi junto a sus tres amigos del gremio de camioneros. Mordieron al matrimonio Acuña y a la familia Ayala, y los 13 se sentaron a escuchar el final de la canción.

Dicen en Huaca
                          que se aparece                                    ensangrentado en el camino de lealtad.

Los muertos vivos, creyendo que habían finalizado atacaron a 3 de los cuatro músicos. Viendo a las criaturas masticando el cerebro de Isella, los ojos de Moreno y el torso de Madeo, López pidió decir la última estrofa a capella, entre sollozos:

                   Quienes le han muerto                                            nunca entendieron                           que su presencia en el gauchaje era inmortal.

Gerardo entonces recordó como todos bailaban, tomaban y reían apenas tres minutos atrás. Pensó en su Salta natal, la cuna de su ser. Renació en él el recuerdo de un adiós, nostalgias de su río, el valle suyo y los ceibos en flor. Los cadáveres que cubrían el suelo se fueron transformando e incorporando, encarándolo a paso lento. Evocó aquellos tiempos cuando era chango, el aroma a albahaca, la noche primaveral. Desde afuera sintió voces y pasos; como eran obstruidas las puertas, y un fuego comenzaba a trepar por las paredes. Deseó poder volar libre como un zorzal. Exclamó de manera desesperada, pero gruñidos y jadeos lo arrinconaron en el centro del escenario, hasta hacerlo desaparecer.

La noche se estaba volviendo puro recuerdo, pura nostalgia, entre un rumor suave de fuego naranja y la luna hecha pedazos sobre las cenizas.

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