Un silencio azul
Wallace. Estamos en Argentina. Que alguien se llame Wallace me parece entre absurdo y payasesco, es como ponerle a un yanqui Atahualpa o Adalberto. Pero lo realmente importante en este relato no es esta ridiculez, sino Alejandra, su mujer. Una cuarentona cautivadoramente peligrosa, ante la cual cualquier hombre (al menos heterosexual) sucumbiría sin medir las consecuencias. La estatura perfecta, ni tan alta ni tan baja; pelo negro como la oscuridad misma; ojos color café; sensual hasta para hacer la más mundana de las acciones cotidianas. Su único defecto era estar casada con el único argentino llamado Wallace. Por todo lo demás parecía la perfección hecha carne. Hasta sus codos parecían los de un ángel y sus orejas despertaban en mí una rara atracción, sobre todo cuando ponía detrás de ellas el pelo que estorbaba delante de su rostro antes de ir a bañarse las mañanas que la encontraban en mi habitación. Sí: Alejandra y yo nos acostábamos. Unas dos o tres veces por semana, sino más c