Penumbras

Velázquez se afirma en el marco del portón flexionando la pierna mala y prende un pucho. Exhala el humo cerrando los ojos, como si a través de él se le fuera la vida. Siente cómo se le relajan la espalda y los hombros. Abre los párpados y las mira a ellas al otro lado de la calle. Calcula que son cientos, pero no le extrañaría que fueran miles. La imagen es memorable: chicas, adultas, ancianas, cantando (bueno gritando), con sus caras hinchadas por el llanto y el verano, formando una masa desesperada que sumerge a Banfield en un luto que parece interminable. Velázquez sabe que todo esto juega a su favor y sonríe. Ve acercarse a Rondón doblando la esquina.

-¿Estamos?

-Todavía no. Esto recién arranca. Fumate un pucho tranquilo.

-¿La pierna?

-Como el orto.

-Es la humedad. Te va matar.

-Veremos.

-Qué quilombo. Tuve que dejar el auto como a 15 cuadras. Me cagué de calor.

-Y bueno, ¿Qué querés? ¿Los fierros?

-En el baúl.

-Bien.

La multitud termina Querida y empieza Trigal, como si fueran un disco de grandes éxitos.

-Y pensar que era puto.

-¿El Gitano?

-Sí.

-Dejate de joder.

-En serio. Mi primo estuvo con él.

-¿Cuál? ¿Manteca o el Negro?

-Manteca, obvio.

-Si vos decís. Yo una vez gané un concurso. Todos imitadores de él, eran como cuarenta.

-Naaaa. Ahora sos vos es el que jode.

-No, pelotudo. En serio. En el 84.

-¿Y por qué no estás de luto?

-Porque no fue por fanatismo. Era para levantármela a Carla.

-“El Sandro del ERP” ¿Cómo dejaste pasar eso? Deberías rezar algo entonces como agradecimiento. Digo… mal no te fue con la flaca.

-Sí… puede que lo haga.

-Voy al baño. ¿Cuando vuelva salimos?

-Dale.

Velázquez prende un Parliament con la brasa del anterior, congela su mirada en la ceniza, desabrocha un botón de la camisa y estruja con su diestra el rosario entre los pelos del pecho enrulados por el sudor, pronunciando palabras que son solo para él. Se persigna al tiempo que Rondón vuelve y le toca el hombro como dándole play a sus piernas.

Mientras todas van para un lado, ellos van para el otro. Se abren paso entre toda esa lujuria agonizante. Ven como vuelan las prendas interiores femeninas de diversos tamaños por encima de sus cabezas buscando alcanzar el paredón que rodea SU casa.

Hoy nadie se fija en este par. Esta noche, esta muerte, serán su refugio, su momento, el que planificaron hasta el desvelo. El que ocurrió en sus cabezas una y otra vez, siempre distinto, aunque con el mismo final. Ahora sí reza en voz alta junto a su compañero: “Deberemos ser pastores para ti, Señor, para ti. El poder bajará de tu mano”, dicen al unísono apuntando al coronel, que se queja, recibe una patada que lo acuesta, para luego ser acomodado de los pelos. “…Nuestros pies cumplirán tus órdenes. Y entonces construiremos un río hacia tu presencia y uniremos nuestras almas”. Su desesperación se traduce en un balbuceo que, ahogado por el llanto, es inteligible. “…En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Siente los cañones entre su pelo grisáceo, aprieta los dientes y traga saliva. “…Amén”.

El país llora la partida del Gitano. Incontables viudas se despiden de Roberto. Velázquez percibe que la tristeza es capaz de enmudecer hasta los disparos más rencorosos. Y también siente que, de sobrevivir esta noche a la humedad, tal vez ya nada pueda contra él.

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