Un réquiem errante
Desde mi posición veo una excavadora desocupada. Suena el rock de un pelado al otro lado de la orilla. Después una cumbia lejana, borrosa, negada por el viento, que alguien me ayuda a reconocer.
Recorro incontables cuadras en la playa. El pie se me
hunde en la arena. Me veo a mí mismo, 15 años más joven, entrando en el agua
helada con desparpajo. En aquel momento le habría dicho cobarde a quien se
hubiera quedado ahí, lidiando con el ventarrón, como yo ahora. Viajo fuera de
mí hacia una época inconsciente, más limpia.
Quisiera aprender a manejar un barco fantasma. Pienso en
la muerte; en lo bien planificada que está por mi familia.
Escucho otra voz, cristalina, de mujer. Viene del muelle,
de lo hondo. Me sopla suavemente los párpados a mayor intensidad con cada
soplido, y me siento una de esas matracas mal hechas, deshilachadas en el aire
al cabo de la segunda vuelta.
Ya entero lo contemplo todo convertido en un faro.
Ilumino lo que me interesa con la mirada. Imagino cómo se mueven las cosas en
la profundidad, y vislumbro el día de mañana…
Un grupo celebrando al borde del abismo, tentando a la
tragedia. Esa alegría que, mezclada con el frenesí, mueve los cuerpos siempre
al compás y derrota al vértigo. Luego un traslado gitano a través del río rumbo
al puerto. La llegada. Los abrazos. El adiós.
Pero para todo aquello falta. En este instante una
timidez fresca sobrevuela el lugar, rompe las olas y despeina las copas de los
árboles sin nombre; se posa en mi hombro, sobre la carne caliente, recortando
gentilmente mi silueta. Y allí me quedo, devorado por su sombra, sin palabras
ni nada.
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