El maizal

Despierto. Siento con mis yemas la rugosidad del suelo. Su humedad. Su mugre. Trato de rasgar la cuerda amarrada a mis muñecas, pero su nudo es resistente. Giro sobre mi eje y me choco las paredes. Deduzco que la celda es pequeña. Escucho unas ratas caminar sobre mis pies como si éstos fueran obstáculos. Los roedores, que son cinco, me saltan y siguen su camino. Se va alejando su chillido del alcance de mis oídos. Gotas de agua caen de a una sobre mis hombros. Levanto la cabeza para ver algo, en vano. Pienso en los huecos en donde antes vivían mis ojos, y comienzo a recordar.

Estaba corriendo por el maizal. Empapado en mi sudor atravesaba el laberinto de mazorcas. Volteé mi cabeza. Sus cuernos se veían a lo lejos, avanzando al galope, cada vez más cerca. Por cada 10 pasos míos, él daba 3. Había perdido la noción del tiempo. Mis piernas se aflojaron. Decidí recostarme y cubrirme de hojas para confundirme con el ambiente. El ruido de sus patas cesó de pronto. Aminoró el paso, y su respiración, cada vez más fuerte, me aturdió. Los gritos de una joven llamaron su atención. Con él ya lejos, retomé mi huida. A los pocos segundos de empezar a correr, algo golpeó mi espalda haciendo que impactara con mi cara el suelo de cañas. La cabeza, rubia y desprendida de su cuerpo de mujer, rodó hacia mí. La esquivé como pude y el crujir de los cuernos de la bestia arrancando mis ojos me llevó a la inconsciencia.

Estoy recostado, entregándome al agotamiento. Sueño con aquél día. Aquella tarde, alrededor del fogón, mis amigos y yo bailábamos contentos. Después del trueno, María y yo, nos perdimos en la verde y amarilla inmensidad. Mis amigos se quedaron, y aún hoy siguen bailando otra danza, que es la danza de la muerte.


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