Ultramar


Estoy en un lugar sin nombre. Todo es salvaje quietud a mi alrededor. El horizonte se presenta como inalcanzable y las nubes como algodón metamórfico adoptando caras que extraño ver a mi lado. Esa amenazante promesa llamada tormenta me desvela, turba mis sentidos y paraliza mis extremidades. Y la botella está vacía. Contemplo en el espejo el paso de los años, mis ojos que antes eran bellos, hoy están marcados por las ojeras, mi pelo oscuro ahora es entrecano; mi memoria, antes infalible, hoy está desafilada. Mi voz, rasposa, como mis talones al ser rozados por la sal marina. Y la botella sigue vacía. Me pregunto dónde estará mi capitán, dónde estarán mis compañeros, a qué horroroso lugar habrán llevado sus gritos y sus lamentos. Qué aguja habrá penetrado sus malgastadas venas. ¿Se acordarán de mí? ¿Recordarán la inmensidad del mar? ¿Acaso tendrán presente el miedo propio de cuando suenan los truenos y brillan los relámpagos? Quizás ahora sea otro el miedo que los inquiete.

A lo lejos se aproxima lo que parece un cumulo de huracanes, pero este no me traga ni me destruye, sino que me abraza, silbando mi nombre. Si tan solo pudiera leer sus intenciones mientras me eleva por el aire, si tan solo pudiera quedarme dormido y esperar a que todo termine. Pero no. En su lugar, recuerdo mi infancia, cuando fui feliz, y mi adolescencia en la que conocí este barco al cual hoy defiendo en soledad. Y aparecen mi madre, mi esposa, mi abuela y mis hermanos. Me sigo elevando, ya las nubes quedan atrás como saludándome. ¿Y mi barco? ¿Y mi capitán? ¿Y mis compañeros? Entonces muero. En paz, sonriendo, abriendo los ojos para comenzar de nuevo, con la dicha de ver que la botella no está vacía, con la inmensidad de frente de esos campos verdes llenos de quietud, con la escopeta en mi regazo y mi perro ladrando. Con el sonido de las olas bailando en mi demencia; con la voz de la enfermera pronunciado mal mi nombre, que ya no sé si es mi nombre, porque siento que, al igual que el paisaje y la cordura, ya no me pertenece.

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