Carta desde Oslo

Mi lechucita:
El cielo adoptó los tonos propios de la tarde. Como en una de esas postales de ensueño que se utilizan en las campañas turísticas para promocionar algún lugar, los celestes y anaranjados atraviesan las ventanas de mis ojos y se instalan en mi ser. Lo que se dice una imagen perfecta. Una imagen recurrente desde mi arribo a Noruega, una de la que vos te enamorarías a primera vista.
Sin embargo, al escribir estas líneas, no es la hora de la tarde, ni del atardecer. No. Son las 23:30 p.m. Aquí, la noche blanca ha comenzado. Sé que debido al largo tiempo que ha pasado desde mi última carta debería estar dedicando tinta a preguntarte cómo se encuentran todos, pero no me sale. Y es que te extraño, creeme, pero más extraño a mi primer amor. Mi doncella blanca, inalcanzable, ésa que en el cielo se dibuja, dando pie a lo que nosotros conocemos como noche. Ésa que nos iluminó durante tantas maratónicas jornadas de sexo, a las que seguían maratónicas jornadas de siesta interminable. Acá la luna se murió, se cansó de ser el blanco de los corazones en desventaja, los piratas del asfalto, las despedidas de soltero, los silencios más secretos, los velorios más hablados y los insomnes trastornados. Se murió. La falta de oscuridad perjudica al amor y a la delincuencia en proporciones más o menos iguales.
Y hablando de delincuencia, éste es el párrafo en el cual mi carta se convierte en confesión. Vos sabes que siempre fui un hombre tranquilo, que nunca dejó espacio para el odio en su interior. Mucho menos para desearle la muerte a alguien, pero desde que estoy en este lugar, comencé a desearle la muerte al sol. Ése imbécil con delirios de grandeza que quiere iluminarlo todo, todo el tiempo, y que cada día mató un poquito más a la luna, quién sabe por qué desaire amoroso de ella, que es de todos pero de ninguno. Y él, rencoroso y posesivo no acató las reglas del juego y perpetró su amarilla venganza, condenándonos a todos a su brillante permanencia. Lo odio, María Esther ¿me entendés? El infeliz me hizo conocer lo que es el verdadero odio. Durante semanas me olvidé del ateísmo y recé hasta el hartazgo para que se extinguiera su luz, pero nada. Ahí recordé por qué llevaba tantos años sin creer en Dios.
Y un día, o mejor dicho, una noche con el cielo claro, la respuesta vino a mí. Mientras cerraba las persianas y corría las cortinas negras, ya dispuesto a observar la luna llena que había dibujado con tiza en el techo del living, me dije: “Pero claro Javier, qué tonto sos”. Corrí al espejo del baño y terminé la frase: “Nosotros lo tenemos que matar”. “Así es” afirmó mi contraparte reflejada.
Y he aquí el motivo de esta carta. Mañana me convertiré en el héroe de millones de noruegos, islandeses, suecos, canadienses, rusos, finlandeses y aquellos otros países que compartan mi pesar.
Ni Batman se animó a tanto, y eso que enfrente estaba el Joker. Ni Iron Man enfrentando a Thanos adoptó tal riesgo, y eso que estaba en juego la mitad de la población mundial.
Y tal vez no viva para ver el amor de esos millones. Pero arder allá arriba para que la luna vuelva a ser luz es un precio que pagaré feliz cantando aquél bolero falaz, banda sonora de nuestros encuentros más intensos. Cuando sentía el escalofrío dulce de tu lengua por mi cuello. Cuando escuchaba esas chanchadas susurradas al oído. Cuando juraba amarte hasta el día en que dejara de hacerlo. Día que, ahora sé, nunca llegará.
Porque mañana no veré el amor de esos millones. Pero arderé recordando el tuyo, que siempre fue el único que necesité.
A María Esther, mi mujer menguante...
Javier.

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