Cómo era ese lugar en invierno
La noche se anunciaba en el horizonte.
El hombre de barba lo podía apreciar con
claridad a través de sus lentes. Era la primera vez que hacía ésa ruta en
invierno. Miró los árboles a los costados con sus copas cubiertas por la
helada, volvió la vista hacia el asfalto sin autos, y un aire de serenidad
entró por la ventanilla.
Una bandada de murciélagos atravesando las
nubes blancas y grises lo distrajo por un instante. Un golpe seco y repentino
sacudió su cuerpo imitando el movimiento de un látigo. Al volver de la
inconsciencia, sin saber el tiempo transcurrido, lo fastidió ver el parabrisas
astillado. Se bajó para revisar el capó, que estaba ileso. Y cuando estaba
abriendo la puerta para irse de allí, lo vio: Un bulto un tanto inquieto en el
medio del camino. Con su cabeza latiendo como a punto de explotar, se fue
acercando lentamente con la mirada hacia abajo. La sangre dibujaba una S larga
y desprolija, y al final, un alce, que al verlo daba toda la impresión de haber
sido hermoso antes del impacto, cuando corría libremente por la ruta 6. Sus
ojos se movían frenéticamente parpadeando una y otra vez sin pausa. Todavía
respiraba, con una respiración entrecortada, agonizante. Los murciélagos
volaban en círculos sobre el pobre animal, chillando amenazantemente. El hombre
de barba concluyó que no había mucho que pudiera hacer, por lo que se subió al
auto. Caía la noche. Buscaría una estación de servicio para reportar el
accidente.
Pero a mitad de su trayecto, creyó ver al
alce en el retrovisor, y del susto pegó un volantazo que lo llevó a la
banquina. Detrás de él no había nada ni nadie. Quizás fuera la culpa, o tal vez
el miedo. Lo cierto es que decidió volver. Seguía sin poder hacer demasiado,
pero se consoló pensando que acompañarlo en sus últimos minutos, si es que no
había muerto ya, sería un buen gesto, aún para una criatura irracional.
Sin embargo al volver, fue otro el animal
que encontró tirado en el piso. Un hombre de jean, botas, camisa a cuadros y un
hacha en la mano yacía tendido, inmóvil. Su cabeza cubierta por la máscara de
un alce. El hombre de barba, espantado, corrió hacia el auto. El grito
despiadado de un alce a sus espaldas le erizo la nuca. Al voltear, como con el
espejo retrovisor, no había nada ni nadie. Sólo la S sangrienta dibujada sobre
la larga franja blanca y las líneas amarillas de la mitad del camino. El auto
comenzó a incendiarse desde el interior. Todos los vidrios estallaron al
unísono.
El hombre de barba echó a correr al
costado de la ruta. La explosión lo sobresaltó, pero no se detuvo hasta unos
cuantos metros después. Sin fuerzas, en el centro de la oscuridad misma, sintió
en sus nervios que los murciélagos movían sus alas en círculos sobre su cabeza.
Giró sobre su eje. Se llevó las manos a los oídos. Ahí se dio cuenta que el
canto de mil grillos, además de ensordecedor, puede resultar desesperante.
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