Manto negro

Interrumpís tus pensamientos con frases cortas escritas en una servilleta. Corres los ojos de la ventana y agarras la lapicera con un pulso que de tan inseguro, es impredecible.
Como perros, escribís con rojo, el único color disponible, hecho que te fastidia un poco más. Te ves a vos mismo. Tu reflejo se mezcla con las luces de la avenida, con el semáforo, con ese auto que parece salido de tu infancia avanzando a paso de hombre para acelerar en la esquina con una ferocidad que te sobresalta. Que te hace agarrar otra vez la birome color sangre.
Somos ovejeros, sonreís al leer, y te llevas las manos a la cara. Te refregas los ojos, sintiéndolos cansados, en sintonía con tus piernas, tu espalda. Vamos: todo tu cuerpo.
Volteas tu cabeza hacia el afuera. Te arremangas el suéter y golpeas el antebrazo con tus dedos índice y mayor. Es un tic que te quedó de aquellos días salvajes. De aquellas noches de vigilia.
Rabiosos, pensas y respiras profundo. Te detenes a observar el humo brotando de la taza de café hasta chocar con la lámpara amarilla que se balancea sobre tu cabeza. Exhalas y estiras las manos hacia atrás, buscando en los bolsillos de la campera tirada sobre tu respaldo. Sacas el paquete de cigarrillos, lo ves vacío, lo estrujas y lo tiras con odio hacia un tacho metálico rebosante de hojas rayadas.
Rabiosos, repetís en tu mente y completas: Rodando entre los restos del otoño.
Terminas el café tibio de un sorbo y alargas la manga del suéter. Preparándonos para el invierno. Te acordas de Sandra. Que se avecina cruel, alcanzas a escribir al final de ese cuadrado de papel sacado de no recordas qué bar, pero seguramente de alguno oculto, sórdido. Donde las risas se borran cuando llega la cuenta, al comenzar una pelea, o cuando te apuran porque ya es hora de cerrar. Das vuelta la servilleta.
Jugando a enterrar los huesos de tu inocencia. Pensas que el poema podría terminar ahí: con la inocencia. Agachas la cabeza y la envolves en tus brazos. El cansancio vuelve a latir como una avispa desenfrenada. El estómago se contrae en un nudo que te dobla en la silla. Al cabo de un rato recobras el aliento. Tu cara, enrojecida del retorcijón, vuelve a mirar al otro lado de la ventana. La noche, eterna, te invita a jugar, a perderte en ella.
Entonces te levantas, miras lo escrito y vas hacia el baño, a sumergir tu cara en agua fría. Verte en el espejo te detiene. Tus globos oculares (como te gusta llamar a tus ojos), transparentes, te permiten ver el interior de tu cabeza. Vas al living. Agarras la campera. Dejas el departamento dando un portazo. Bajas las escaleras corriendo. Traspasas la entrada al edificio, acelerado. Miras el vacío a un costado y al otro de la avenida. El auto salido de tu infancia aparece rugiendo de la nada, frena a tu lado y espera. Te subís.
Doblas la esquina. Te hundís en la oscuridad cada vez más, hasta desaparecer. Volves a pensar en la inocencia. Se te ocurre un título y dibujas, sin saberlo, una última sonrisa. Encontras una jeringa. Te buscas el antebrazo, repetís el tic, respiras hondo, y presionas con ese pulso todavía inseguro, impredecible, desesperado, final.

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